indoeuropea
y cristiana
por Marija Gimbutas
El
resultado del choque entre las formas religiosas de la Vieja Europa y las
foráneas indoeuropeas se hace evidente en el destronamiento de las antiguas
Diosas, la desaparición de los templos, parafernalia de culto y signos
sagrados, así como en la drástica reducción de las imágenes religiosas en las
artes plásticas. Este empobrecimiento comenzó en el centro-este de Europa y,
gradualmente, terminó afectando a toda Europa central. Las islas del Egeo y
Creta, así como el centro y oeste de las regiones mediterráneas, continuaron
las tradiciones de la Vieja Europa durante varios milenios más, pero lo
esencial de la civilización se había perdido.
Esta transformación,
sin embargo, no se realizó mediante sustitución de una cultura por otra, sino
que fue una hibridación gradual de dos sistemas simbólicos diferentes. Dado que
la idiología androcéntrica de los indoeuropeos era la de la nueva clase
gobernante, ésta nos fue transmitida como el sistema de creencias “oficiales”
más antigua; pese a ello, las imágenes y los símbolos sagrados de la Vieja
Europa nunca fueron totalmente desplazados,; tales rasgos, los más persistentes
de la historia humana, se encontraban arraigados muy profundamente en la psique
colectiva y sólo podrían haber desaparecido con el exterminio total de la
población femenina.
La
religión de la Diosa se hundió; no obstante, alguna de las antiguas
tradiciones, en particular las relacionadas con los ritos mortuorios, natales y
de fertilidad de la tierra, continuaron sin demasiados cambios en algunas
regiones donde, incluso, se rastrean en la actualidad; en otras, se asimilaron
con la idiología indoeuropea.
En la
Grecia antigua, esto creó en el panteón de los dioses indoeuropeos algunas
extrañas imágenes, incluso absurdas, siendo la más notable la conversión de la
Diosa Pájaro en Atenea, una figura militarizada que portaba un yelmo y un
escudo; la creencia en su nacimiento de la cabeza de Zeus, el dios supremo de
los indoeuropeos en Grecia, muestra hasta qué punto llegó la transformación: ¡¡
de diosa partenogénica a nacida de un dios !!. Y aún así, no es totalmente
sorprendente, ya que Zeus era un toro (el Dios del Trueno es un Toro en el simbolismo
europeo) y el nacimiento de Atenea de la cabeza de dicho animal no era otra
cosa sino el recuerdo de un nacimiento a través de un bucráneo, el cual
representaba al útero en el simbolismo de la Vieja Europa.
La
portadora de la Muerte, la Diosa como Ave de Presa, se militarizó y ,a sí, las
representaciones de la Diosa Búho, en estelas líticas de la Edad de Bronce en
Cerdeña, Córcega, Liguria, S. de Francia y España, muestran una espada o una
daga. La griega Atenea y las irlandesas Morrígan y Badb aparecen en escenas de
batalla con forma de buitre, cuervo, grulla o grajo. La transformación de la
misma Diosa en yegua también se produjo durante la Edad del Bronce.
Las
diosas partenogénicas, las cuales engendran por sí mismas, sin ayuda de la
inseminación masculina, como respuesta a un sistema patriarcal y patrilineal,
se transformaron gradualmente en amantes, esposas e hijas de otros dioses,
erotizándose al ser ensambladas en un principio de amor sexual; por ejemplo, la
griega Hera se convirtió en la esposa de Zeus; incluso éste tuvo que “seducir”
(si nos ajustamos a la exactitud histórica, podríamos utilizar el verbo “violar”)
a cientos de otras diosas y ninfas para establecer su supremacía. En toda
Europa, la Madre Tierra carecía del poder de dar vida a las plantas si no
mantenía relaciones con el Dios del Trueno o del Cielo Brillante, en su aspecto
de primavera.
En
contraste, la Que Da la Vida y el Nacimiento, el Hado o los Tres Hados,
sorprendentemente, continuaron sin variación alguna en las creencias de
distintas zonas europeas; la griega Artemisa, la irlandesa Brigit y la báltica
Laima, por ejemplo, no adquirieron característica alguna de dioses indoeuropeos
ni fueron esposas de ninguno de ellos, y aunque la última aparece en las
canciones mitológicas junto a Dievas, el dios indoeuropeo de la luz del cielo,
bendiciendo los campos y la vida humana, no lo hace como su esposa, sino como
otra diosa en igualdad de poder.
La aplicación del término reina para aquellas
que no estaban emparejadas con deidades indoeuropeas y que continuaron siendo
poderosas por derecho propio, indica un poder residual de la Diosa en la
historia de la humanidad. Herodoto escribió “Reina Artemisa”, Hesiquio llamó a
Afrodita “la reina” y la romana Diana, que no es otra que la virgen griega
Artemisa, se invocaba como regina.
El culto
a la Diosa, tanto en Roma como en Grecia, pervivió con gran vigor hasta los
primeros siglos de nuestra era, hasta el momento de expansión del Cristianismo
y de la adopción de los cultos egipcios por el mundo romano. EL relato más
inspirado de toda la literatura antigua aparece en el Asno de oro, escrito por
Lucio Apuleyo en el siglo II d.C.; se trata de la primera novela en latín, en
la de Lucio invoca a Isis desde las profundidades de su tristeza, tras lo cual,
aparece ella y le dice: “Yo soy la madre
natural de todas las cosas, señora y
rectora de todos los elementos, la progenie inicial de los mundos, poseedora de
los poderes divinos, reina de todo lo que hay en el Infierno, señora de todos los que viven en el
Cielo, que se manifiesta única y bajo una sola forma en nombre de todos los
dioses y diosas. Dispongo a mi voluntad de los planetas del cielo, los
saludables vientos de los mares y los omninosos silencios del infierno; mi
nombre, mi divinidad, se adora por todo el mundo y de diversas maneras, con
costumbres variables y bajo muchos nombres” (negrita añadida por la autora).
Este texto aporta detalles muy valiosos del culto a la Diosa hace casi 2.000
años.
La
invocación de Lucio es un testimonio de que, para las gentes de los primeros
siglos de nuestra era, la Diosa tenía mayor significación que otros dioses. En
el mundo greco-romano, las gentes, obviamente, no estaba satisfecha con lo que
le ofrecía la religión oficial indoeuropea y, así, se practicaban cultos
secretos – Religiones Mistéricas (Dionisíaca, Eleusiana)- que procedían de
claramente de de la Vieja Europa y proporcionaban un modo de sentir las
experiencias religiosas del pasado.
Posteriormente,
ya en la era Cristiana, la Madre Tierra y la Diosa Parturienta se fusionaron en
la Virgen María; así, no es sorprendente que en los países católicos su culto
supere incluso al de Jesucristo. En ella existe aún una conexión con el agua
vital y los milagrosos manantiales curativos, con los árboles y las flores, con
los frutos y las cosechas; es Pura, Fuerte y Justa. En las esculturas populares
en las que se le representa como la Madre de Dios, su imagen es grande y
poderosa, mientras que, en su regazo lleva a un Niño Jesús muy pequeño.
Las
Diosas de la Vieja Europa aparecen en narraciones populares, creencias y
canciones mitológicas. La Diosa Pájaro y la antropomorfa Diosa Donante de Vida,
pervivieron como un Hado o Hada y, también, con la forma de un ánade, un cisne
o un carnero que trae suerte o fortuna; como profetisa, es un cuclillo y, como
Madre Primitiva, aparece bajo la forma de un ciervo sobrenatural (mitología
irlandesa) o de un oso (griega, báltica y eslava).
El culto
a la serpiente no venenosa como símbolo de energía vital, renovación cíclica e
inmortalidad, pervivió hasta el siglo XX; la mística de su hibernación y
despertar, como metáfora de la naturaleza que muere y revive, como símbolo
esencial de la inmortalidad de la energía vital, se conservó en Irlanda y en
Lituania hasta nuestro siglo, donde la corona de una gran serpiente (la Reina)
sigue siendo el símbolo de sabiduría.
La
presencia de la Dama Blanca, la “Muerte”, la cual aparee en forma de ave de
presa y de serpiente venenosa, se dejó sentir en distintos países de Europa
hasta el presente siglo, a través de estremecedoras imágenes, como la de la
mujer alta y vestida de blanco, el grito del ave nocturna y el reptar de una
serpiente ponzoñosa, las cuales proceden directamente del Neolítico. La Dama
Blanca no llegó a transformarse en el indoeuropeo dios negro de la muerte, al
igual que la utilización del hueso y los colores blanco y amarillo, como
símbolos luctuosos, convivieron en las creencias europeas conjuntamente con el negro,
color de luto en las religiones indoeuropea y cristiana.
La Regeneradora-Destructora,
supervisora de la energía cíclica, personificación del invierno y Madre de los
Muertos, pasó a ser una hechicera de la noche, dedicada a la magia que, en
tiempos de la Inquisición era considerada como discípulo de Satanás. La
desentronización de esta Diosa verdaderamente formidable, cuyo legado fue
transmitido a través de mujeres sabias, profetisas y curanderas –que eran las
mejores y más valientes mentes de la época-, está manchada de sangre y es la
mayor vergüenza de la Iglesia Cristiana: la caza de brujas de los siglos XV a
XVII fue un acontecimiento de los más satánicos en la historia europea, llevado
a cabo en nombre de Cristo; la ejecución de las mujeres acusadas de brujas
ascendió a más de ocho millones y, la mayoría de ellas, colgadas o quemadas,
eran, simplemente, mujeres que aprendieron la sabiduría y los secretos de la
Diosas de sus madres o abuelas. En 1484, el Papa Inocencio VII denunció en una
Bula Papal la brujería como una conspiración contra el Santo Imperio Cristiano,
organizada por el ejército del Diablo y, en 1486, apareció el manual de los
cazadores de brujas, el “Malleus Maleficarum” (El Martillo de las brujas) que
se convirtió en una indispensable autoridad para el terror y el homicidio, ya
que se permitía el uso de cualquier tortura física y psicológica para obtener
la confesión de las acusadas. Este periodo puede jactarse de haber sido el de
mayor creatividad en el descubrimiento de instrumentos y métodos de tortura.
Éste fue el comienzo de peligrosas convulsiones de gobiernos androcráticos que,
460 años después, llegaron a su cenit en la Europa del este de Stalin, con la
tortura y asesinato de cincuenta millones de hombres mujeres y niños.
A pesar
de la terrible guerra entablada contra las mujeres y su sabiduría, así como la
demonización de la Diosa, sus recuerdos pervivieron en cuentos de hadas, ritos
y costumbres, incluso en distintas lenguas. Las colecciones de cuentos, como
los alemanes de Grimm, son ricas en motivos prehistóricos que describen las
funciones de esta Diosa del Invierno, Frau Holla (Holle, Hell, Holda, Perchta,
etc...). Ella es la Vieja Bruja de nariz ganchuda y pelo desgreñado, cuya
energía emana de los dientes y el pelo; provoca la nieve y las tempestades
pero, a la vez, regenera la naturaleza la naturaleza; hace que el sol brille y,
una vez al año, aparece en forma de paloma, lo que supone un acto de
consagración que asegura la fertilidad. Como rana, Holla saca la manzana roja,
símbolo de la vida, del pozo en el que cayó durante la cosecha y la trae de
nuevo a la tierra. Su reino es el interior de las montañas y la profundidad de
las cuevas (Holla, el nombre de la Diosa, y Höhle, que significa “cueva”, están
claramente emparentados y, en su acepción actual, Hell es la acción de las
misiones cristianas. A Holla, como Madre de los Muertos, se le hacían
sacrificios consistentes en el enhornado de un pan llamado Hollenzopf, “la
trenza de Holla”, durante las Navidades. El Holler o Hollunder, “el saúco”, era el árbol sagrado de
la Diosa, el cual tenía poderes curativos y, debajo de él, vivían los muertos.
Esta
poderosa Diosa juega aún un importante papel en las creencias que se conservan
en relación con otras deidades femeninas europeas, como la báltica Ragana, la
rusa Baba Yaga, la polaca Jedja, la servia Mora, Morava, la vasca Mari o la
irlandesa Morrígan, lo cual demuestra que no fue borrada del mundo mítico. Hoy,
es una inspiración para el renacer de la herbología y otras artes curativas, al
mismo tiempo que alienta y fortalece la confianza en la mujer, mejor que
ninguna que otra entre las diosas.
No hay
duda de que las imágenes y los símbolos sagrados de la Vieja Europa siguen
siendo una parte fundamental de la herencia cultural europea. La mayoría de
nosotros, durante la infancia, estuvimos rodeados del mundo de las hadas, el
cual contiene muchas imágenes transmitidas desde aquellos lejanos tiempos. En
algunos rincones de Europa, como en mi país natal, Lituania, todavía fluyen los
ríos y manantiales milagrosos y sagrados, florecen arboledas y bosques sacros
que son prósperas reservas vitales, crecen retorcidos árboles rebosantes de
vitalidad y con poderes curativos; a lo largo de los cursos de agua, todavía se
mantienen en pie menhires, llamados “Diosas”, plenos de misterioso poder.
La
cultura de la Vieja Europa fue la matriz en la que se engendraron creencias y
prácticas muy posteriores; consecuentemente, no era fácil borrar recuerdos de
un larguísimo pasado ginecocéntrico y, por ello, no es sorprendente que el
principio femenino juegue un importantísimo papel en la visión subconsciente y
en el mundo de la fantasía onírica; aquél, en terminología junguiana, sigue
siendo “el depositario de la experiencia humana”, así como la “estructura
profunda” y, para un arqueólogo, es una realidad histórica ampliamente
documentada.
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